«Una odisea en Culiacán», Ángel Gustavo Rivas



Ángel Gustavo Rivas

El sonido del despertador me hizo recuperar la conciencia, me sacó del sueño, eran las cinco con cincuenta y cinco minutos de la mañana, lo tomé y, en mi resistencia por dejar la cama, lo programé para que sonara de nuevo a las seis con diez, sabía que esos quince minutos me harían estar listo para poder levantarme sin sufrimiento, pero no fue así, cuando volvió a sonar el reloj me costó increíble trabajo el poder levantarme.

Cuando al fin, venciendo la flojera infinita, logré hacerlo, me apresuré a bañarme, planché una camisa y un pantalón, me peiné, cubrí completamente la cama con una cobija -por si se subía la Ruth- emparejé la puerta del jacalito y salí sin desayunar. Eran las seis cincuenta y tres de la mañana, había quedado con mi primo de estar en el C.E.B. a las siete en punto. Llegué alrededor de cinco minutos tarde, pero él no estaba, no había llegado aún. Llegó a las siete y media, media hora más tarde que yo, impuntual entre impuntuales; me prestó los cien pesos que le había solicitado la noche anterior y luego se fue.

Yo llegué a esa cita sin un peso, sólo tenía los $4.20 del camión en que me fui, pero no me atreví, aún así, a pedirle más. De ahí fui a buscar a la Síbil para que ella solicitara sus materias también, pero no la encontré. Regresé a la escuela y pagué los dos exámenes extraordinarios, luego volví a ir a casa de la Síbil, pero de nuevo no estaba.

Me fui a mi casa caminando, el sol estaba bien puesto y el calor era insoportable, empecé a sudar casi al instante en que empecé a caminar. Otras veces había caminado ya ese camino, habían pasado meses desde la última vez, sin embargo, como es natural, el camino no había crecido ni un milímetro. Aún así, me pareció más largo y me pareció cansarme más. Llegué a casa, y al tomar agua fresca pude darme cuenta de lo sabrosa que ésta es, en otras condiciones tal vez me hubiera parecido indiferente, insípida como siempre, pero ahora me parecía especial, ¡que noble líquido!, que aliviadora sensación experimenté al sentirla mojar las paredes internas de mi boca y paladar, sentí la frescura caminar velozmente hasta mi estómago; encendí luego un abanico y me senté en el sillón, mis cansados pies me agradecieron el hecho y mis piernas se les unieron en ello; sentí algo así como subir el cansancio desde los dedos de los pies hasta antes de las rodillas, como dispersándose flojamente por todas mis piernas.


Eran mis tiempos de prepa, entre el 2001 y el 2005, porque me tardé un año de más, no repetí, no soy burro, nomás hice el tercer año en dos mitades separadas porque, aunque no soy burro, hay una especie de maldición, un hado maligno dijeran los griegos, que hace que, aunque algo me guste y en ese algo sea bueno, tarde mil años en poder hacerlo o no lo haga nunca, como Ulises, que era buen navegante y además muy ingenioso y no obstante, tardó diez años en poder regresar a casa, a su Ítaca, tan sólo por la negra voluntad de temerosos dioses.

Después de la comida emprendí otra travesía; mi primer objetivo era llegar a la Ley del Palmito a solicitar empleo, un día antes había hablado con Soledad, la jefa de cajas, ahora sólo faltaba que Sandra, la de Recursos Humanos, me contratara. Después de hacer esto tenía todo el deseo y toda la intención de, de alguna manera, a como fuera posible, llegar a la Escuela de Letras de la UAS, en donde me había preinscrito fingiendo que no tenía que terminar la prepa todavía. No traía ni tenía ni un cinco, ni un sólo peso, ni siquiera para un camión, no tenía nada, sólo el deseo, sólo eso: el deseo y nada más.

Eran las dos de la tarde cuando salí de casa, ya no soportaba el sol, ese disco iluminante al que antes he elogiado y que sé tan necesario, ahora sólo deseaba que alguna gran nube se atravesara entre él y yo, (¡pobre amigo sol! ¿qué pensaría si supiera eso? Pero sólo fue por las condiciones del momento; el sol es amigo, es generoso y yo lo sé, por eso lo aprecio y lo valoro).

Llegué a las dos veinte, me senté en una banca y esperé, entre lecturas, a que llegaran las tres. Cuando así fue, me dirigí a la oficina de Recursos Humanos. Me desocupé entre las tres treinta y tres cuarenta, salí, y al no encontrar a nadie que pudiera prestarme para el camión, empecé, resignado a perderme la primera clase, a caminar hacia la escuela.

Para entonces el cielo estaba muy nublado ya, algunas pequeñas y escasas gotas ya empezaban a caer y formaban una muy leve llovizna, incapaz de mojar nada. Al llegar a la plaza Culiacán observé que llovería, los vientos eran muy fuertes, me agradaban, ¡la tarde se había vuelto tan fresca!, entré al centro comercial, sabía que de seguir caminando no llegaría a la próxima glorieta, la del caballito, para cuando empezara a llover machín y fuera imposible no mojarse.

Sentado en una banca empecé a releer algunas hojas de la clase de redacción; no se completaban todavía los diez minutos de yo estar ahí cuando la lluvia se dejó caer intensamente. Estuve allí perdiendo el tiempo, obligado por la tromba, entre treinta y cuarenta minutos, al tranquilizarse ésta, salí. No había avanzado trescientos metros aún, cuando el agua empezó a caer nuevamente en enormes cantidades, grandes y pesadas gotas empezaron a golpear mi cara y a mojar mi libreta, corrí entonces buscando refugio; atravesé corriendo el enorme baldío que está junto a la estación de bomberos y me resguardé bajo la marquesina de la sucursal de banco que está del otro lado. La lluvia parecía más fuerte a medida en que avanzaba y el banco parecía más lejos.

Otra media hora estuve ahí, cuando la lluvia cedió de nuevo seguí con mi camino, el boulevard Zapata ya estaba, como suele suceder en cada lluvia, completamente inundado en sus tres carriles bajos; varios carros parecían flotar, algunos estaban parados y con el cofre abierto, otros surcando las aguas como lancha, o como el Titanic, muchos otros arrinconados, jalados hacia la orilla sin ir a ninguna parte; yo seguía caminando en dirección al Centro, por la parte alta, donde los carros sí podían circular de forma normal, cuidándome de que algún conductor desconsiderado no fuera a empaparme, corriendo en las partes que en el camino había charco para que mi paso no coincidiera con el de los autos y no recibir el agua que con su rápido pasar arrojaban éstos a la orilla.

Cuando antes de llegar a la avenida Bravo el cielo enfureció de nuevo, supe, mientras corría nuevamente, esta vez hacia una carpa, que no podría llegar a la escuela a tiempo para ninguna clase. Estaba ahí, bajo la carpa de una florería, junto a una funeraria, la lluvia no cedía y yo no podía hacer nada. Sentí un poco de tristeza, provocada tal vez por la impotencia, por ver que no tenía nada, “sólo me tengo a mí mismo” pensé, e inconscientemente cambié mi estado de ánimo, valorando lo que soy y lo que poseo en realidad, quizás suene muy Paulo Cohelo, pero así me pasó de veras.

La lluvia no terminaba aún, pero la tarde en Culiacán era muy fresca. Ver llover era bonito.




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