Ficción (cuento breve)

Imagen gris tomada con la cámara en movimiento rápido, un gris abstracto


Sofía se deslizó furtivamente en el cuarto de su hija con el objetivo de husmear entre sus pertenencias, debido a que, en el barrio, las vecinas murmuraban que Frida era usuaria de drogas duras. A pesar de los nervios, Sofía no tuvo que esforzarse demasiado para encontrar los estimulantes, puesto que las bolsitas de cocaína y de anfetas aparecieron casi de inmediato, ocultas en unas aberturas (mal disimuladas) que Frida había hecho en los costados de un oso de peluche gigante que su padre le había regalado antes de desaparecer. Entonces, sin saber muy bien las razones por las cuáles actuaba del modo en que lo hacía, Sofía echó todo aquel material dentro de una bolsa de plástico negra y, de inmediato, salió a la calle con el fin de tirarla.
Sin embargo, desembarazarse de las sustancias resultó ser algo más complicado de lo esperado, pues sintiéndose observada por todo el mundo, no pudo hallar lugar que la hiciera sentir a salvo. Como último recurso, decidió darle aquello al vagabundo que limosneaba en un puente peatonal cercano, y, de ese modo, se deshizo al fin de la droga. Tras llevar a cabo tal acción, Sofía regresó a su casa dominada por la ira, imaginando la sarta de insultos con que amedrentaría a su hija una vez más. Eso era lo que deseaba pero, por desgracia para ella, no tuvo tiempo de proferir ninguna de las amenazas pensadas, ya que lo primero que vio al entrar a su casa, fue a Frida retorciéndose en el piso como un gusano: fuera de sí, repitiendo en voz alta que «estaba perdida», que aquella droga no crecía en los árboles y que, si no pagaba la suma correspondiente a la mercancía, todo se iba a ir muy rápidamente a la mierda.
Tras unos breves instantes de estupefacción, Sofía recobró, en un segundo de iluminación, como por arte de magia negra, el control absoluto de sí misma. Levantó a su hija del suelo, y, tras mirarla fijamente, procedió a abofetearla, sólo para preguntarle, después, cuánto dinero adeudaba a sus distribuidores. “25 mil pesos, mamá”, contestó ella, pálida como los muertos. Terminada la frase, y dejando que incontables segundos transcurrieran, como granos de arena entre sus esbeltos dedos, Sofía repuso: “Entra a mi cuarto, busca en el tercer cajón de la izquierda, hasta el fondo, y trae aquí la cajita roja que vas a encontrar”.  Entonces, como una autómata, la menor de 17 años realizó en un parpadeo las indicaciones de su madre.
Ya estando la chica de vuelta en la sala, Sofía procedió a arrebatarle la cajita de las manos, mientras la miraba sin parpadear. Entonces abrió la caja; sacó de ella el revólver que se encontraba adentro, cargó el carrete y le espetó: “Vamos a buscar a ese infeliz”. Acto seguido se pusieron en movimiento. A lo largo del camino, ni madre ni hija intercambiaron palabras. Y es que, aunque Frida no sabía nada acerca de lo del vago, al parecer, tampoco le importaba, como si le bastara estar consciente de que se estaba a punto de cometer un acto terrible.
Cuando al fin llegaron al puente peatonal, la madre de Frida pudo cerciorarse de que el vago aún seguía en el mismo sitio donde lo había dejado, así que, cuidándose de no ser vistas por él, arrinconó de pronto a su hija contra un poste, le dio la pistola y la remató con la frase: “Ese infeliz tiene tu droga; ve allá arriba y exígele que te la devuelva. No dudes. Hazlo rápido, ahora no hay gente. Yo me quedo acá.” Y, dicho esto, la despidió tras darle la bendición de la Santa Cruz. No transcurrieron ni dos minutos cuando, desde abajo, Sofía pudo ver la figura de su hija descender los escalones con una bolsa de basura en la mano izquierda; la misma que ella había utilizado. Sin embargo, le resultó sospechoso creer que las cosas hubieran sido tan fáciles, ya que estaba segura de que el vagabundo no iba a desprenderse de aquél tesoro por voluntad propia.
Estando ya abajo, y tras hacer una ligera señal que indicaba que debían ponerse en movimiento, Frida, tranquila, comenzó a caminar al lado de su progenitora en dirección a su departamento en la colonia Morelos. Finalmente, al pie de su edificio, de la manera menos ofensiva que le fue posible, Frida volteó a ver su mamá que, mordida por la incertidumbre, esperaba una aclaración:
“Púdrete” le dijo; después echó a correr escaleras arriba. Sofía se quedó abajo, sin saber qué hacer, dando vueltas alrededor del edificio.







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Axel Velasco es un escritor jóven mexicano que ha publicado cuentos, poemas y ensayos en diversas revistas y blogs literarios de México.
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Fotografía: Ángel Gustavo Rivas.

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