EL LAZARILLO EXTERMINADOR: EL ETHOS PICARESCO DE LA LITERATURA NEOPOLICIAL MEXICANA

El maestro Gabriel Hernández Soto estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y la maestría en Teoría Literaria en la Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa (UAM-I). Este artículo se presentó como ponencia en el X Congreso  Estudiantil de Crítica e investigación literarias de la UAM-I (X CECIL) y forma parte del libro Un archipiélago de signos (Trabajos del Congreso Estudiantil de Crítica e investigación literarias), México, La intendencia de letras, 2015, que el doctor Jesús Eduardo García Castillo preparó y publicó. El maestro Gabriel Hernández Soto desea que la publicación de este trabajo en El jacalito del fondo sea entendida también como un homenaje a la memoria de su amigo, el Doctor Jesús Eduardo García Castillo, a un año de su muerte. Se puede consultar más información sobre el autor aquí.

EL LAZARILLO EXTERMINADOR: EL ETHOS  PICARESCO DE LA LITERATURA NEOPOLICIAL MEXICANA

UAM-I
INTRODUCCIÓN
Mempo Giardinelli, en su libro El género negro, califica como un error teórico el plantear que la novela negra norteamericana es la evolución “natural” de la literatura detectivesca. Su argumento es simple pero sólido: a diferencia del detective clásico, el protagonista hard boiled es un profesional que, como apunta Chandler en “El difícil arte de matar”, realiza un trabajo por el cual recibe una paga. Su antecesor, por tanto, no puede ser el aristócrata que llena su tiempo libre resolviendo crímenes de familiares sin escrúpulos y mayordomos intrigantes. Su auténtico ancestro es el marshall de los relatos del Lejano Oeste. De este modo, el planteo de Giardinelli  recuerda que, como señalaba Noé Jitrick en El no existente caballero, “toda reflexión acerca del instante de pasaje en el que surge la figura narrativa del ‘héroe’ implica un análisis del mecanismo social que está en su base y favorece su producción”[1]. Por consiguiente, para estudiar al héroe del relato neopolicial mexicano es menester entender cómo se relaciona la modernidad con el género detectivesco.
LA MODERNIDAD DEL RELATO POLICIAL
La narrativa policial surge en el siglo XIX para contrarrestar los excesos irracionales de la literatura fantástica. Se construye como una apología del racionalismo moderno y de los valores propios del mundo burgués: el liberalismo económico y político, la ciencia y el progreso. No es casual que el detective se presente como el paladín del racionalismo que protege a la sociedad de las tácticas propias del mal, la superstición y el pensamiento mágico, a partir del racionalismo científico. El héroe, como menciona Noé Jitrik, siempre es una representación idealizada de la sociedad que lo crea.
Desde la antigüedad —y hasta el renacimiento con sus secuelas neoclásicas— el “héroe” debe estar investido de caracteres psicológicos que corresponden a un origen o condición social de los modelos determinada —elevada por cierto, pues se trata de lo más idealizado de una sociedad que trata de proyectarse—. En el romanticismo el “héroe” amplía el espectro social que le provee dichos caracteres, puede ser plebeyo y aún definirse por su impenetrabilidad psicológica, puede llegar a ser desde el punto de vista de los valores todo lo contrario, una figura agente de una acción que se construye a partir de las aberraciones y monstruosidades depositadas en el modelo. Estamos en la otra punta de lo más idealizado de las relaciones entre una sociedad y una forma: de lo más idealizado que engendra una forma hasta lo más deleznable pero que rellena esa misma forma. En todos los casos, sea cual sea su resto de energía mítica, el “héroe” sigue ordenando el relato pues en su configuración el relato se justifica.[2]
La estrecha relación entre modernidad y literatura policial impidió durante muchos años la sola idea de que tal género fuese cultivado en Latinoamérica. El obstáculo principal, sin embargo, no era que en estas tierras jamás haya existido una policía “científica”, un aparato de justicia eficiente o la idea de un detective privado, sino la ausencia de una auténtica modernidad en América Latina. En el libro Filosofía de la modernidad,  Samuel Arriaran explica que con el término modernidad se suele agrupar tres aspectos distintos: modernización, modernidad y modernismo. El primero alude al aspecto industrial y tecnológico; el segundo, a una época de la Historia y a una cosmovisión; mientras que el tercero refiere a un impulso artístico. Así las cosas, no es raro que en América Latina hayamos tenido modernización sin modernidad (industrialización sin democracia; libre mercado sin libertad de expresión); lo extraño es que hayamos creado un arte moderno o modernista.
La aparición en 1969 de El complot mongol de Rafael Bernal, punto de inflexión de nuestra literatura policial, anula toda posibilidad de tildar a nuestra narrativa de provincialismo intelectual, toda vez que, si bien no niega su filiación con la tradición detectivesca, incorpora al género un elemento impropio del canon: no es una defensa de la modernidad, sino su crítica.
Tal subversión se da por dos vías. Por un lado, en vez de entender a la modernidad como el espacio idílico donde reina la paz, el orden y el progreso, colige que “ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo”[3], de ahí su propensión a dar absoluta preeminencia a la aventura. Por el otro, en lugar de asumirse como un discurso apologético del Estado, el neopolicial asume como una responsabilidad el “desentrañar los resortes más profundos de la nula impartición de la justicia y de la corrupción policiaca [a partir de presentar las historias de aquellos seres que] viven más allá de los límites [y que, por tal motivo,] son habitantes del lado oscuro de la vida, son los perdedores, los que resisten, los que se doblan pero no se rompen, los otros, a quienes la vida cobra una cuota demasiado alta”[4].
De esta manera, la realidad social y política de América Latina dejó de ser un escenario impropio del relato policial para convertirse en el ambiente propicio para la aparición de un héroe que, como todo héroe moderno (aquí está la crítica a la modernidad desde la modernidad), encuentra su identidad al confrontarse con su sociedad. Por paradójico que parezca, el gran hallazgo del neopolicial  consiste en haber entendido que de “la misma naturaleza contradictoria de la posmodernidad, surge una multiplicidad de rituales […] de duplicidad, astucias, y otras conductas intersticiales como formas de libertad”[5], y que tal escenario propicia la aparición de héroes improvisados como el Chino de Sueños de frontera (1990), la novela policial que Paco Ignacio Taibo II ubica en Mexicali, que en el cabalístico séptimo intento del día, logró escapar de la patrulla fronteriza y cruzar al otro lado: “Qué, ¿en el DF ya no tienen héroes y leyendas y chingaderas de éstas?”[6], pregunta el cronista fronterizo a Héctor Belanscoarán Shayne.
En síntesis, el neopolicial se va a caracterizar, contrario al canon, por el enfrentamiento entre un Estado, que no será más el dador de un cúmulo de herramientas contra las fuerzas del mal, y un héroe improvisado al que la vida (la modernidad) ha colocado en la encrucijada de salvar su vida o ser víctima del sistema social en que transcurre su existencia. La reunión de estos factores plantea, por sí mismo un cuestionamiento teórico: ¿es válido nombrar a esta narrativa como policial? “Teóricos” como Paco Ignacio Taibo II[7] plantean, por ejemplo, que el nombre apropiado para esta narrativa policial es el de “Nueva literatura de aventuras policiales”; otros, como Víctor Ronquillo, prefieren el de neopolicial, en tanto que la esencia del género (el crimen y la inteligencia), si bien alterados, continúan organizando el relato.
Ahora bien, novelas como Crímenes de familia (1996) de Gregorio Ortega, parecen agudizar este problema teórico. No sólo otorgan preeminencia a la acción, incluso utilizan esquemas narrativos propios de la novela de aventuras como el esquema picaresco. Como es fácil imaginar, tal construcción novelesca plantea nuevos problemas a la teoría policial. El objeto de las siguientes páginas es indagar en dichas repercusiones.
LA NARRACIÓN PICARESCA DE UNA NOVELA POLICIAL
Crímenes de familia podría leerse dentro de la tradición policial inaugurada por De Quincey: el crimen como una obra de arte. “Hago bien el oficio que debiera ser una de las bellas artes”[8], reflexiona el narrador-criminal en más de una ocasión. No obstante, el hecho de que en Crímenes de familia tal discurso no sea destinado al lector sino a otro personaje (el hijo), implica ya de por sí un problema pues, como apunta Carlos Pacheco al ocuparse de la poética de Rulfo, Guimaraes Rosa y Roa Bastos en La comarca oral, “la oralidad popular no es ni puede ser reproducida de manera directa, sino sólo representada mediante una habilidosa y sofisticada elaboración lingüística y literaria”[9], es decir, mediante un artificio literario. Habría por tanto, entre la oralidad y su escritura, la mediación artística del autor.
El problema radica en que, según la lógica de la novela, Crímenes de familia es “la autobiografía de un personaje de ínfima condición social que pretende justificar cínicamente su deshonra”[10]; es decir, una picaresca. Esto nos debe llevar a colegir, no sólo que la oralidad es “la clave de un conjunto de recursos de representación literaria”[11], sino, principalmente, que en dicho discurso existe una intencionalidad que condiciona el desarrollo de la narración. El personaje-narrador de la estructura abismada es, por consiguiente, un narrador no fidedigno. En todo esto no habría una subversión del canon. Agatha Christhie ya lo empleaba con éxito. La violación al canon es más profunda: no se trata de ocultar la Verdad, sino de destruirla. Pero no adelantemos.
            Crímenes de familia es la narración en primera persona mediante la cual un sicario cuenta a su hijo, cumpliendo todos los requisitos de la picaresca, cómo su situación social le obligó a buscar cualquier salida. Si bien no desciende de una prostituta, la violencia sexual proviene del padre.
No salimos de allí por capricho ni por afán de superación. Que no te cuenten, no huyes de la violencia y de la miseria porque no te gustan y porque quieres ser como los ricos. Eso no es cierto, huimos ¾en cuanto pudimos hacerlo¾ del cuarto redondo de El Arenal por miedo. Sí, como lo oyes, tuve miedo de ser como Rafael, tu abuelo, sobre todo cuando empezó a golpear a mi madre y a ver con ojos de hombre, no de padre, a mis hermanas. (p. 14)
Ignorado por la sociedad, el pícaro se ve obligado a ejercitar su inteligencia (aquí está el punto de unión entre el policial y la picaresca) en las malas artes. Si en La Lozana andaluza, el poema picaresco del siglo XV de Francisco Delicado, se nos cuenta que la andaluza “tenía gran ver e ingenio diabólico y gran conocer, y en ver un hombre sabía cuanto valía, y qué tenía, y qué la podía dar, y qué le podía ella sacar”[12], el sicario dará cuenta de cómo “uno de los secretos del buen arte de matar es hacerlo tú mismo, por lo importante que resulta que la víctima lo sepa, que se entere de la traición y de que va a morir, sin que los demás, principalmente la policía, se enteren de que estás ahí”. (p. 79)
Pronto, sin embargo, comienza a aflorar el carácter reflexivo del pícaro. La primera de sus conquistas intelectuales es la conciencia de su lugar en el mundo. Todavía no se trata de un juicio moral, pues como menciona Alberto Blecua: “¿Qué virtud puede alcanzar un hombre como Lázaro de Tormes, cuya educación desde sus padres y primer amo consiste en el engaño y en la lucha constante contra la miseria?”[13]. Se trata, más bien, de una indagación ontológica, la cual es verbalizada desde un cinismo total:
Durante muchas horas me torturé para encontrar el adjetivo al oficio que elegí, no quería eufemismos ni imposturas. Asesino me pareció pasado de moda. No hay criminales fríos, seguros, conscientes del oficio. Según la justicia y la psicología, todos están enfermos. Verdugo tampoco me gustó, porque no existía compromiso legal de por medio. Opté por el de ejecutor, porque eso haría, ejecutaría las órdenes del que me pagara por matar. (p. 16)
La segunda adquisición intelectual será la del placer, o sea, la de la existencia del mundo: “Costo dinero, pero en 72 horas reuní los requisitos necesarios para obtener el pasaporte y, por fin, iniciar mi verdadera salida de la trampa en que nací” (p. 46).Ya no se trata, pues, de no morir; se trata de vivir. De ahí que el comentario de Bruno Damián acerca de que “tanto La Lozana como La celestina representan una glorificación de la vida, una invitación al carpe diem[14] no es una cuestión banal. El pícaro comprende que la condición de ser humano no reside en la mera sobrevivencia sino en la capacidad para experimentar todos los aspectos que la vida en sociedad provee al hombre: “Cumplirle así al Jaguar me abrió la posibilidad de transitar de la miseria a la abundancia, me permitió tener el dinero suficiente para acceder a la cultura, para aprender a vivir, para comprender lo  que puede ser la gracia divina y la ira de Dios, para ser dueño de ese libre albedrío que tanto pregonan…” (p. 39)
Para la crítica tradicional, el aspecto más importante de la literatura picaresca proviene de que “al relatar su biografía [el pícaro] va describiendo de forma irónica la vida y los milagros de las clases sociales por las que vaga”[15]. Se privilegia, por ende, la revelación social más que la individual. El relato importa más que el enunciador, quien no deja de ser un elemento anecdótico que sirve de vehículo a un fin mayor: la crítica a las instituciones y las convenciones de una sociedad anquilosada. En Crímenes de familia sin duda ocurre este fenómeno. A partir del sicario se devela los manejos oscuros de la política mexicana: “No me salga ahora ¾se queja el asesino a sueldo¾ conque se trata del bienestar de la República: no es cierto” (p. 69).
            Tal perspectiva del relato picaresco, sin embargo, elude el problema de la conformación discursiva del personaje. Omite que “cuando decimos algo —exacto, dudoso, falso o verdadero— no debe de perderse de vista que quien dice es alguien y que lo dice acerca de algo a alguien. Personas encarnadas en nuestro estar en tierra, necesitamos no sólo decir el mundo sino que el mundo se nos revele y nos diga”[16]. Si bien la finalidad del discurso (justificarse) resulta obvia en un principio, el embelesamiento causado por recordar(se) y narrar(se) su existencia, aunado al connatural sentido crítico y al desarrollado cinismo, provocan que el pícaro olvide el motivo primordial de su enunciación y comience a dotar al relato de un cariz peligroso: deja de ser una apología para convertirse en una indagación ontológica sobre las causas de su vida. Pretenderá hallar en el discurrir verbal de su memoria las claves que le pasaron inadvertidas: “A ver si conversando contigo doy en el clavo” (p. 76). El discurso hacia el otro se vuelve un discurso hacia él mismo. Y en ese desdoblarse de su personalidad, el pícaro advierte los peligros del habla: “La verdad es que me siento confrontado conmigo mismo y siempre pierdo la batalla”  (p. 99).
            El problema fundamental de la adquisición de esta conciencia narrativa no es tanto que afecte o no al personaje, ya que éste bien puede rehacer su ejercicio. La trasgresión ocurre en el ámbito del género policial. Como mencioné en un principio, en la tradición creada por Poe, la Verdad es el valor por antonomasia. La hazaña del detective consistía en hallar la Verdad acerca del delito a través de la maraña urdida por el criminal. Pero cuando el relator (único ente capaz de hacerlo) se sabe incapaz de develar la Verdad, el género policial entra en crisis. Tal subversión, sin embargo, no destruye a la literatura detectivesca. Por el contrario, la extiende: el texto (el discurso) es el delito; el lector, el detective.

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BIBLIOGRAFÍA
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[1] Noé Jitrik, El no existente caballero, Megápolis, Buenos aires, 1975, p. 33.
[2] Ibidem,  p. 35.
[3]Berman Marshall, Todo lo sólido se desvanece en el aire, México, Siglo XXI, 1992, p. 1.
[4] Víctor Ronquillo, “Alguien tiene que hacer el trabajo sucio”, en Paco Ignacio Taibo II y Víctor Ronquillo (comps.), Cuentos policiacos mexicanos, Selector, México, 1997, p. 14.
[5]Samuel Arriarán, Filosofía de la posmodernidad. Crítica a la modernidad desde América Latina, México, UNAM, 2000, p. 215.
[6] Sueños de frontera, p. 14.
[7] Paco Ignacio Taibo II, “La nueva literatura policíaca de aventuras en México”, en Cuentos policiacos mexicanos,  op. cit., p. 9.
[8]Gregorio Ortega, Crímenes de familia, México, Nueva Imagen, 1996, p. 71. En lo sucesivo se citará por esta edición al interior del texto.
[9]Carlos Pacheco, La comarca oral. La ficcionalización de la oralidad cultural en la narrativa latinoamericana contemporánea, Caracas, La casa de Bello, 1992, p. 66.
[10] Alberto Blecua, “Introducción” a La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, Madrid, Editorial Castalia, 2001, p. 39.
[11] Carlos Pacheco, op. cit.,  p. 21.
[12] Francisco Delicado, La Lozana andaluza, Madrid, Castalia, 2001, p. 235.
[13] Alberto Blecua, op. cit., p. 32.
[14] Bruno M. Damiani, “Introducción”, en Francisco Delicado, La Lozana andaluza, op. cit., p. 202.
[15] Felix Herrero Salgado, “Introducción”, en Quevedo y Villegas Francisco de, Historia de la vida del buscón llamado Don Pablos, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1967, p. 29.
[16] Ramón Xirau, Palabra y silencio, México, Siglo XXI, México, 1971, p. 2.


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