¡Árbol divino, afortunado tronco,
que al mecerte del viento al oleaje
bañado por la luz, rota en colores,
te inclinaste ante Dios en homenaje,
su frente coronando con tus flores
y alfombrando sus pies con tu ramaje!
Árbol celeste cuya esencia pura
en cándida espiral sube hasta el cielo;
estrella de ventura,
que oscilando del Gólgota en la cumbre
derramas por el suelo
ardientes rayos de perpetua lumbre;
que viste de tu seno,
al retemblar la tierra estremecida,
brotar la fuente de cristal sereno
que entre sus linfas y raudal fecundo
es a la vez que bálsamo de vida
nuevo Jordán que purifica al mundo.
Árbol gigante que inspiró a un tirano
el negro crimen que estampó en tu frente;
emblema del cristiano,
símbolo santo de la fe potente
que Jesucristo relegó a la historia,
cuando al morir entre tus duros brazos
las sombras del error hizo pedazos,
negro cadalso convirtiendo en gloria.
Tú que viste vagar fieras, perdidas,
como fantasmas que en la noche brotan,
esas turbas de gentes descreídas
que en la piedad el sentimiento embotan;
mientras sentiste en silencioso giro
la muerte que a tu lado revolaba
hasta beberse el posterior suspiro
del hombre que en tus brazos expiraba.
Tú que viste caer triste la tarde,
medrosa, confundida
entre los pliegues de la sombra vaga,
llevándose el aliento de una vida
que nunca el mundo con la suya paga.
Que miraste al sayón blasfemo y ronco
la cuchilla vibrar en su despecho,
romper del Mártir el desnudo pecho
y en su sangre bañar su helado tronco;
que sentiste del cáliz de la pena,
entre las nieblas de la noche fría,
las lágrimas amargas de María
y el llanto de la humilde Magdalena.
Tú que los ejes de la tierra viste
crujir entonces como febles cañas,
horrísonos silbar los huracanes
en la cima glacial de las montañas,
y el hervir en sus cóncavas entrañas
la lava que engendraron los volcanes.
Tú que sentiste el vendaval y el trueno
rodar sobre la bóveda sombría,
que ahogó la luz en su profundo seno,
que de la mar bravía
las olas turbulentas
quebrarse viste en la desierta playa,
cuando al ronco bramar de cien tormentas
lánguido el sol sobre el cristal desmaya.
Y entre las nubes que, al flotar, copiando
iban las tintes del carmín y el lirio,
viste a Jesús llevando,
al impulso fatal del hado adverso,
el cielo por corona del martirio
y por trono inmortal el universo.
Tú que viste las puertas celestiales
abrirse entre el contento y la alegría
de las vírgenes puras, que en su canto
al viento regalaban armonía,
al mundo gloria y al Edén encanto.
Que viste aparecer brillantes nubes
recamadas de fúlgidas estrellas,
y entre sus pliegues descender querubes
pintando el iris con sus alas bellas.
Que al eco celestial de sus cantares
viste volar, como flamante velo,
brumas tal vez de perfumados mares;
romper el sol la noche solitaria,
bordar con perlas el azul del cielo,
y entre el dosel de su purpúreo manto
quebrantarse la losa funeraria
y abrir sus puertas el sepulcro santo.
¿Quién eres tú para que así tranquilo
volases desde el monte al santuario,
penetrando a la vez ese misterio
que pasó desde Herodes a Tiberio
llegando de Belén hasta el Calvario?
¿Qué en tu esplendor fecundo,
que las tormentas de la vida calma,
abarcas con tus brazos desde el mundo
hasta los ayes últimos del alma?
¡Que viniste del bosque y de la selva,
donde las auras gimen,
los himnos a inspirar que te consagro,
empezando tu vida con un crimen
y acabando después con un milagro!
¿Quién eres tú que tu radiante lumbre
recuerdo eterno de la fe divina
abandona del Líbano la cumbre
para llorar al fin en Palestina?
¿Quién eres tú, que en el feliz camino
que los espacios llena,
de vida y de esplendores
alentaste el fervor del peregrino,
la fe de Santa Elena,
los triunfos y el valor de Constantino?
¡La que a bordo de frágil carabela
flotaba en las banderas españolas,
y al tibio rayo de la blanca estela,
del seno de los mares arrancaba
el mundo que ignorado palpitaba
entre montones de encrespadas olas?
¡La que de Dios al soberano asiento
voló como la enseña más sagrada
extendiendo en las ráfagas del viento
la luz divina de su regio manto;
y abarcando a la vez con su mirada
desde el Golfo de México a Granada,
del Cantábrico mar hasta Lepanto?
¿Quién eres tú que por doquier contemplo
la humildad de tu imagen solitaria,
desde la torre secular del templo
hasta la triste losa funeraria?
¿Qué, enseña del desdén y del encono,
hallaste en el delito la fortuna;
que al cadáver de Dios sirves de trono
y a nuestra santa religión de cuna?
¿Qué viste siempre las miradas fijas
de las madres en ti, puestas de hinojos?
cuando imploraba con dolientes ojos
perdón Jerusalén para sus hijas?
¿Quién eres tú, que con hermosa palma
sobre el viento y el mar te balanceas
prestando al corazón ventura y calma?
¡Eres la Cruz… la salvación del alma!
¡Signo de redención, bendito seas!
1877
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