Golfo de México, Alfonso Reyes

Golfo de México

Alfonso Reyes

VERACRUZ

La vecindad del mar queda abolida:
basta saber que nos guardan las espaldas,
que hay una ventana inmensa y verde
por donde echarse a nado. 

LA HABANA 

No es Cuba, donde el mar disuelve el alma.
No es Cuba —que nunca vio Gauguin,
que nunca vio Picasso—,  
donde negros vestidos de amarillo y de guinda
rondan el malecón, entre dos luces,
y los ojos vencidos
no disimulan ya los pensamientos.

No es Cuba —la que nunca oyó Stravinsky
concertar sones de marimbas y güiros
en el entierro de papá Montero,
ñáñigo de bastón y canalla rumbero.

No es Cuba —donde el yanqui colonial
se cura del bochorno sorbiendo “granizados”
de brisa, en las terrazas del reparto;
donde la policía desinfecta
el aguijón de los mosquitos últimos
que zumban todavía en español.

No es Cuba —donde el mar se transparenta
para que no se pierdan los despojos del Maine,
y un contratista revolucionario
tiñe de blanco el aire de la tarde,
abanicando, con sonrisa veterana,
desde su mecedora, la fragancia
de los cocos y mangos aduaneros. 

VERACRUZ

No: aquí la tierra triunfa y manda
—caldo de tiburones a sus pies.
Y entre arrecifes, últimas cumbres de la Atlantida,
las esponjas de algas venenosas
manchan de bilis verde que se torna violeta
los lejos donde el mar cuelga el aire.

Basta saber que nos guardan las espaldas:
la ciudad sólo abre hacia la costa
sus puertas de servicio.

En el aburridero de los muelles,
los mozos de cordel no son marítimos:
cargan en la bandeja del sombrero
un sol de campo adentro:
hombres color de hombre,
que el sudor emparienta con el asno
—y el equilibrio jarocho de los bustos,
al peso de las cívicas pistolas.

Herón Proal, con manos juntas y ojos bajos,
siembra la clerical cruzada de inquilinos;
y las bandas de funcionarios en camisa
sujetan el desborde de sus panzas
con relumbrantes dentaduras de balas.

Las sombras de los pájaros
danzan sobre las plazas mal barridas.
Hay aletazos en las torres altas.

El mejor asesino del contorno,
viejo y altivo, cuenta una proeza.
Y un juchiteco, esclavo manumiso
del fardo en que descansa,
busca y recoge con el pie descalzo
el cigarro que el sueño de la siesta
le robó de la boca.

Los capitanes, como han visto tanto,
disfrutan, sin hablarse,
los menjurjes de menta en los portales.
Y todas las tormentas de las Islas Canarias,
y el Cabo Verde y sus faros de colores,
y la tinta China del Mar Amarillo,
y el Rojo entresoñado
que el profeta judío parte en dos con la vara,
y el Negro, donde nadan
carabelas de cráneos de elefantes
que bombeaban el diluvio con la trompa,
y el Mar de Azufre,
donde perdieron cabellera, ceja y barba,
y el de Azogue, que puso dientes de oro
a la tripulación de piratas malayos,
reviven al olor del alcohol de azúcar,
y andan de mariposas prisioneras
bajo el azul “quepí” de tres galones,
mientras consume nubes de tifones
la pipa de cerezo.

La vecindad del mar queda abolida.
Gañido errante de cobres y cornetas
pasea en un tranvía.
Basta saber que nos guardan las espaldas.
(Atrás, una ventana inmensa y verde…)
El alcohol del sol pinta de azúcar
los terrones fundentes de las casas.
(…por donde echarse a nado.)

Miel de sudor, parentesco del asno,
y hombres de color de hombre
conciertan otras leyes,
en medio de las plazas donde vagan
las sombras de los pájaros.

Y sientes a la altura de las sienes
los ojos fijos de las viudas de guerra.
Y yo te anuncio el ataque a los volcanes
de la gente que está de espalda al mar:
cuando los comedores de insectos
ahuyentan las langostas con los pies
—y en el silencio de las capitales
se oirán venir pisadas de sandalias
y el trueno de las flautas mexicanas. 

Alfonso Reyes

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