El gran Cheij de los derviches y el monasterio, Naguib Mahfuz


 El gran Cheij de los derviches y el monasterio

Me gusta jugar en el descampado que hay entre el pasaje subterráneo y el monasterio derviche que rodea un jardín en el que crecen moreras. Como todos los niños, contemplo las moreras con avidez. Sus hojas son el único verdor en nuestro barrio, sus pequeños frutos negros despiertan deseos en nuestros corazones tiernos. En medio del jardín, el monasterio, con el pórtico lúgubre siempre cerrado y las ventanas herméticas, parece una pequeña fortaleza sumida toda ella en una lejanía y un aislamiento misteriosos. Nuestras manos se tienden hacia la tapia como si quisieran alcanzar la luna. 

A veces, aparece en el jardín un hombre de luengas barbas, vestido con un aba’a y tocado con un gorro bordado. Al verlo, gritamos todos al unísono: 

¡Eh, derviche, quiera Dios
que vivas muchos años!

Pero él sigue su camino con los ojos fijos en el suelo alfombrado de hierba o se detiene meditabundo junto a un arroyuelo antes de desaparecer tras la puerta.
-Padre, ¿quiénes son esos hombres?
-Son hombres de Dios…
Después, como para recalcar el significado de sus palabras, añade:
-¡Maldita sea quien empañe su pureza!

Pero mi corazón sólo siente pasión por las moras.
Un día, cansado de tanto jugar, me siento en el suelo para descansar y me adormezco. Al despertarme, me encuentro solo en el descampado. Hasta el sol ha desaparecido ya tras la antigua tapia y las brisas primaverales se confunden con el soplo del crepúsculo. Tengo que darme prisa en atravesar el subterráneo y llegar a casa antes de que anochezca. Me levanto apresuradamente para irme cuando me invade la extraña sensación de no estar solo, una sensación agradable, la de que una mirada bondadosa se fija en mi corazón. Vuelvo la vista hacia el monasterio y allí, bajo la morera del medio, hay un hombre, un derviche, pero un derviche que no se parece en nada a los que ya vi. Es muy anciano, alto y su rostro irradia un torrente de luz que lo inunda todo. Su aba’a verde y su largo turbante blanco, su magnificencia son indescriptibles, superan la imaginación. Lo miro con tal intensidad que su luz me ofusca y su imagen llena el universo. Algo en mi interior me dice que es el amo y guardian de aquellos lugares y que, a diferencia de los demás, todo en él es afabilidad.
Me acerco a la tapia y digo con voz suplicante:

-Me gustan las moras.
Permanece inmutable, inmóvil, y, pensando que no me ha oído, repito elevando el tono de vos:
-Me gustan las moras.
Siento que su mirada me envuelve, mientras dice con voz suave: 

Bulbuli jun dalli jurd wa kolli hasil kord.

Pensando que me había arrojado una mora, me agacho para recogerla, pero no hay nada. Cuando me levanto, veo que ha desaparecido. Las puertas del monasterio se hunden ya en las tinieblas.
Cuento la historia a mi padre que me mira escéptico. Pero como insisto, dice al cabo:

-Por la descripción, no puede ser otro más que el Gran Cheij, pero no abandona nunca su celda.
Le juro por lo más sagrado que digo la verdad y entonces dice a modo de pregunta:
-Me gustaría saber qué significa esa jerigonza que te quedó en la memoria.
-La opi muchas veces salmodiar en los himnos religiosos del monasterio.
Calla mi padre un buen rato y al cabo dice:
-No lo cuentes a nadie.

Después, con las palmas abiertas hacia lo alto, recita la Samadiyya.
Más adelante, me apresuro a volver al descampado y me hago el rezagado para quedarme solo, después de que los demás niños se hayan ido, con la esperanza de que el Cheij aparezca. Pero no aparece. Grito con voz aguda:

Bulbuli jun dalli jurd wa kolli hasil kord.

No responde. Esta espera me consume, pero el Cheij no se apiada de mí.
Mucho más tarde recuerdo esta historia y me pregunto si sucedió en realidad. ¿Vi de verdad al Cheij o fue una historia que me inventé para darme importancia y en la que yo mismo terminé por creer? Me la imaginé medio en sueños por todas las historias que oía contar en casa sobre el Gran Cheij. Eso creo. Si no, ¿por qué no volvería a aparecer? Y ¿por qué habrían de decir todos que no sale nunca de su celda? Así fue como creé una leyenda y como la deseché. Sin embargo, esta visión imaginaria del Cheij ha quedado grabada en lo más profundo de mi ser como un recuerdo cargado de dulzura. Lo mismo que sigo teniendo pasión por las moras.

Naguib Mahfuz

Este relato de Nagiob Mahfuz fue publicado en Historias de nuestro barrio, Diana, México, 1990, con traducción de María Rosa de Madariaga y presentación de Juan Goytisolo.


Puedes conocer algo sobre la vida y la obra del autor en la página Naguib Mahfuz en Wikipedia.

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