El cocinero
Alfonso Reyes
Un gran letrero: —“Cocina”—, llamaba la atención del transeúnte. Junto a la puerta, los sabios hacían cola, como en los estancos la gente el día del tabaco. Cada uno llevaba una bandeja, con toda pulcritud y el mayor cuidado. Sobre la bandeja, un espejo de cristal. Y bajo el cristal, una palabra recién fabricada en el gabinete, mediante la yuxtaposición de raíces y desinencias de distintos tiempos y lugares.
El cocinero —hombre gordo y de buen humor— iba cociendo aquellos bollos crudos, aquellas palabras a medio hacer, con mucha paciencia y comedimiento.
Metía al horno una palabra hechiza, y un rato después la sacaba, humeante y apetitosa, convertida en algo mejor. La espolvoreaba un poco, con polvo de acentos locales, y la devolvía a su inventor, que se iba tan alegre, comiéndosela por la calle y repartiendo pedazos a todo el que encontraba.
Un día entró al horno la palabra artículo, y salió del horno hecha artejo. Fingir se metamorfoseó en heñir; sexta, en siesta; cátedra, en cadera. Pero cuando un sabio —que pretendía reformar las instituciones sociales con grandes remedios— hizo meter al horno la palabra huelga, y se vio que resultaba juerga, hubo protesta popular estruendosa, que paró en un levantamiento, un motín.
El cocinero, impertérrito, espumó —sobre las cabezas de los amotinados— la palabra flotante: motín; y, mediante una leve cocción, la hizo digerible, convirtiéndola y “civilizándola” en mitin. Esto se consideró como un gran adelanto, y el cocinero recibió, en premio, el cordón azul.
Entusiasmados, los sabios quisieron aclarar el enigma de los enigmas, y hacerlo deglutible mediante la acción metafísica del fuego. Y una mañana —hace mucho tiempo— se presentaron en la cocina con un vocablo enorme, como una inmensa tortuga, que apenas cabía en el fuego.
Y echaron el vocablo al fuego. Este vocablo era Dios.
…Y no sabemos lo que saldrá, porque todavía sigue cociendo.
Alfonso Reyes
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